Intervención de Ernesto Pedrosa en la Conferencia Anual de los Consejos Sociales de España
Voy a comenzar con dos reflexiones previas.
Primera. Está admitido y reconocido que la forma de gobierno es determinante en el éxito de una universidad.
En enero de 2012 el Gobierno anunciaba su intención de abrir la puerta a buscar modos de gestión más eficaces y eficientes que, salvaguardando el servicio público fundamental e insustituible que prestan, garanticen la viabilidad y el cumplimiento del déficit público. En este momento, se empezó a hablar de buscar un equilibrio presupuestario sostenible, de incrementar la calidad, de responsabilidad social, de beneficios al territorio, de seguir siendo un motor de innovación, de su capacidad e influencia para formar a los jóvenes, de rentabilizar los servicios con modelos complementarios que generen nuevos ingresos, de reducir centros, de contribuir a la cohesión social…
Y a la vista de las intenciones expuestas, el discurso de las afectadas se apuntó, primero, a la prevención, sabedor de que la aportación pública por esas fechas rondaba el 74% del presupuesto, y viró su discurso hacia advertencias del tipo de que no sería posible ofrecer un servicio público de calidad sin aportación financiera de los gobiernos autonómicos, y segundo, a diferir las consecuencias poniendo como objetivo alcanzar una gestión más eficiente buscando un equilibrio con el sector privado para flexibilizar su estructura pero sin perder el control, y a partir de ahí dibujar para el futuro una hoja de ruta aprobada por la ciudadanía a través de los parlamentos, con objetivos medibles y dotaciones presupuestarias plurianuales.
No es de extrañar, por tanto, que después de la reivindicación generalizada, cinco años después, tan sólo dos hayan dado el paso en esa dirección. Las demás siguen al abrigo de las administraciones. Y de alianzas o fusiones, nada.
Les he hablado de las televisiones públicas, pero habrán comprobado que podría estar hablando perfectamente de las universidades. Hay en ambos casos cierto fondo de reformismo gatopardiano.
Segunda reflexión. En febrero de 2013, llegó el turno de las universidades. Una comisión de expertos, presidida por la gallega María Teresa Miras, proponía –también ahora- una hoja de ruta para acometer, entre otras acciones, un nuevo sistema de gobierno universitario, por entender que los actuales órganos de gobierno son muchos y con exceso de miembros, y que los procesos de toma de decisión son, por tanto, largos, costosos y poco eficientes. Un año más tarde, en 2014, la Conferencia de Consejos Sociales elaboraba un documento interno para elaborar una propuesta articulada de flexibilización de las estructuras de gobierno universitario, en el que empieza por reconocer los sucesivos intentos de reforma universitaria frustrada habidos en España. Y, a efectos prácticos, hasta hoy. Tres años después. Con alguna de valor por el medio, aunque en el plano teórico, como el estudio sobre la reforma de la gobernanza en los sistemas universitarios europeos, dada a conocer este año 2017. Tendríamos que preguntarnos entonces si este asunto está en la prioridad política, máxime cuando no hay todavía un pronunciamiento claro y preciso por parte de los gobiernos y parlamentos sobre qué universidad necesitamos y queremos (y eso con la dificultad añadida de los azarosos tiempos que tocan, con incursiones constitucionales hasta ahora desconocidas, que conducen los esfuerzos políticos a cuestiones extraordinarias y urgentes que probablemente ocuparán mucho tiempo). Quizá tampoco las administraciones, los académicos y la demanda social tengan suficientemente madura la complicidad e intacto el afán por afrontar estas reformas ahora mismo. Y si no es para ahora ni sabemos para cuándo será la ocasión de afrontar la reforma, ¿seguirán siendo válidos para entonces los retos planteados en 2013, en una sociedad que evoluciona de forma tan rápida y de modo tan imprevisible.? Y a todo esto añadámosle –como afirman los propios expertos- que los procesos de reforma necesitan alrededor de dos décadas para resolverse, y una mayor aportación de recursos públicos para facilitar la “permeabilidad” de la comunidad universitaria (porque, en nuestras universidades trabajan sobre todo funcionarios, y como dijo Ramón y Cajal: “hay pocos hombres que puedan ser cirujanos de sí mismos”).
Así las cosas, parece, pues, que lo más aconsejable es que los Consejos Sociales mientras hagamos lo que tengamos que hacer. Y lo vayamos haciendo. Con lo que somos y con lo que tenemos. Como decía T.S. Elliot “no debemos dejar de explorar. Y al final del viaje llegaremos al lugar del que partimos, y lo conoceremos por primera vez”.
Entiendo, por tanto, que el papel de los Consejos Sociales en el sistema de gobierno está en verticalizar sus acciones en aquellos asuntos que estratégicamente vea de interés, bien según sus propias potencialidades, o bien según las áreas en que la universidad admita mayor ayuda. Partiendo de la base de que gobernar es también crear escenarios propicios para que las decisiones de fondo encuentren escenarios favorables cuando lleguen. Un servicio, si es eficaz lo es porque efectivamente sirve a la gente, y no porque se regule será más eficiente. Y de nuevo Ramón y Cajal, que hace más de cien años dijo que “está bien preocuparse por la autonomía de las universidades, pero el problema principal de nuestra universidad no es la independencia, sino la transformación radical y definitiva de la aptitud y del ideario de la comunidad docente”.
Es cierto que los estatutos universitarios arrancaron en la época medieval, donde quedaba justificado su blindaje ante el poder del Estado o de la Iglesia. Hoy, en democracias evolucionadas ya no tiene tanto sentido. La necesidad de que haya mayor presencia social es ya un clamor. Reformar es imprescindible. Cierto. Y hay muchos modelos, pero el de que los gobiernos deban controlar y asegurar que todo va bien toca a su fin. Las universidades deben buscar su propio sistema y hacerse responsables. Sí. Pero el informe de las recomendaciones de los expertos “duerme el sueño de los justos en algún cajón del ministerio”, como manifestó Antonio Abril en alguna ocasión.
Pues vayamos haciendo. Los Consejos Sociales podemos ir haciendo mientras llegan las reformas, para que las universidades cumplan sus misiones fundamentales, que creen ciudadanos críticos y empleables, que sean creativas (no quiero imaginar que pensaríamos todos si en el examen de acceso a la universidad, en vez de preguntar por Platón, la prueba fuera “describe una patata y compárala con una cebolla”, o “¿por qué no tenemos una oreja en mitad de la cara?”, como hacen en Oxford y Cambrigde, por ejemplo). Universidades, digo, ágiles y previsoras que reduzcan la brecha entre las cualificaciones profesionales existentes y las que ahora demandan las empresas, universidades que generen riqueza en su entorno, que creen valor con su especialización, que estimule, prestigie y ponga talento en la convivencia. Siempre ponemos como ejemplo de nuestras fortalezas las competencias económicas y de control. Pero hay vida más allá. Y debemos buscarla.
El presidente asturiano, Javier Fernández, ha acuñado como definición la “condición mestiza” de los Consejos Sociales, lo que les convierte en “órganos adecuados para el control, la supervisión y la fiscalización del hacer universitario, y para recordar a la universidad que ha de dar cuenta de sus actos y explicar a la sociedad qué hace, cómo y para qué lo hace”. Y aún más: “para que pueda alcanzar la excelencia y para trasladar a la sociedad los beneficios de su impulso innovador”.
Está admitido que los CS tienen aún mucho recorrido por hacer. Sus principales competencias tampoco están tan alejadas de las que poseen los consejos en los países donde se ha reformado el sistema universitario. Los Consejos Sociales sin embargo carecen de la influencia que da la visibilidad, y carecen de la autoridad que da la influencia. Ese sigue siendo un gran hándicap, 30 años después.
Bien es cierto que no debemos perder de vista que las Comunidades autónomas tienen capacidad para establecer, siempre dentro del marco legislativo del Estado, la naturaleza del Consejo Social como un órgano universitario de gobierno y sus fines o funciones esenciales y el alcance de sus cometidos. Y tanto la legislación estatal como la autonómica han llegado hasta donde han querido llegar, no más lejos, y hubieran podido. Pero también es cierto que las obligaciones que la Ley exige a los Consejos Sociales en la gobernanza de cada universidad les permite diferentes niveles de influencia en las decisiones finales. Como reflejaba un informe elaborado por la Fundación CYD y la propia Conferencia, las iniciativas impulsadas por los Consejos Sociales, más que tener límites jurídicos tienen límites en las inercias corporativas de cada Universidad y también en la disponibilidad de recursos de que cada Consejo Social posee. Pero creo que el mayor volumen de actividades de todos los CS se ubica en una gran zona compartida, propiciada por un compromiso con el entorno como espacio clave y aglutinador de toda la actividad de la universidad. Gran parte de los CS tienen volcada la mayor parte de sus afanes en dar respuesta a las necesidades de proximidad. Ahí reside su mayor objetivo y la licencia para atender las especificidades territoriales que a veces tanto los diferencias en sus trayectorias y en sus cometidos.
Gran parte de las acciones que desarrollamos en nuestro CS de Vigo las encajo en una toma de posiciones que de alguna manera repercute en el funcionamiento y los comportamientos de la universidad en los campos en los que actuamos. Y tratamos de hacerlo en aquellas áreas en las que vemos más dificultades o entendemos que prestamos un servicio útil y no colisionamos con los vicerrectorados y los servicios. Buscamos nuestros propios espacios. Es una manera de cogobernar realizar auditorías operativas, pedir su aplicación y velar por su cumplimiento. O es una forma de influir en el gobierno universitario, por ejemplo, el patrocinio de modelos de acogida e integración de nuevos alumnos, la financiación de bolsas para alumnos extranjeros, la convocatoria de ayudas para formación externa y prácticas de alumnos que estudian carreras con difícil acceso al mercado pre-profesional.
También tenemos vida propia cuando impulsamos el mecenazgo, cuando sacamos el conocimiento de las aulas a los foros públicos, abrimos zonas para la reflexión y el debate o promovemos hábitos saludables en los campus. También, y es muy importante, debemos entender como una conquista cuando alcanzamos autonomía informativa dentro de la universidad, o cuando la presencia del CS accede a la máxima consideración protocolaria en los actos universitarios. A veces incluso damos entrada a preocupaciones u oportunidades que la universidad no tenía en su agenda pero acaba haciendo suyas: como la creación de una completa base de datos con todos los egresados en los 25 años de historia de la universidad, en qué lugar del mundo están, a qué se dedican y para qué les han servido sus estudios; o una encuesta anual entre los alumnos de último curso para saber cómo valoran su formación, que grado de confianza tienen respecto a su empleabilidad, su percepción laboral o su índice de satisfacción con su vida académica o personal.
Otras acciones entran directamente en el núcleo de toma de decisiones del equipo rectoral, cuando valoramos e informamos las encuestas de calidad sobre el profesorado o los servicios de la universidad, o cuando valoramos e informamos los índices de satisfacción que los alumnos, los profesores o los PAS tienen de las titulaciones que ofrece la universidad; o cuando preguntamos por el grado de ocupación de los espacios que posee la universidad.
Por delante tenemos muchas más indicaciones que hacerle a la universidad para que las ponga en su agenda: por ejemplo, sobre el impacto que tendrá la involución demográfica, o para la búsqueda de políticas que den respuesta a un escenario que en 10 o 15 años solo demandará empleo de calidad. Podría citar más acciones, pero no les aburro y les pido que reparen en que no he citado ninguna de las que tradicionalmente hemos mencionado siempre como modelo de nuestras grandes competencias, como la capacidad de bloquear un presupuesto o la posibilidad de rechazar una titulación, paradójicamente las que más poder nos dan y las que quizá más poder nos quitan por la falta de oportunidades reales para ejercerlas.
Y así vamos haciendo. Afortunadamente, están superados los tiempos en los que los rectores veían con desconfianza a los Consejos Sociales. Cuando sólo se veía su función controladora. Pero han encontrado espacio ante la falta de comunicación con la sociedad. Como bien definió el ex-ministro Ángel Gabilondo en su etapa de presidente de la CRUE: “hay que hacer esfuerzos de comunicación…es una tarea urgente, no puede haber discursos de sospecha hacia las universidades…”. Los Consejos Sociales han sido beneficiosos en esa tarea, vital para una institución cuyos resultados dependen tanto de la receptividad, la credibilidad y la implicación social. Quizá eso es lo que el legislador espera cuando dice que el Consejo debe servir de enlace entre la sociedad y la universidad, que la comunicación es prioritaria. Ahora obtienen reconocimiento en la medida en la que se han ido revelando útiles.
En los Consejos Sociales se hace realidad un principio básico que subyace en la ley: dotar a la universidad de órganos y mecanismos que la hagan capaz de romper con sus tradicionales tendencias al aislamiento. Y es la propia ley la que impulsa el carácter activo de los CS desde el primer verbo de su redacción -PROMOVER- y es ese carácter activo el que enmarca la función de los Consejos y desde el que se puede canalizar su funcionamiento y valorar su importancia al servicio de la universidad. Por asociación, el objetivo podría ser entonces contribuir a crear y apuntalar una base ancha de opinión pública interesada por la universidad.
Suscribo plenamente que los nuevos desafíos requieren una nueva universidad, y que la educación no puede concebirse ya como un derecho sin límites. Y los Consejos Sociales tenemos trabajo. La universidad tiene que ampliar la excelencia académica y científica, ser transparente, rendir cuentas y mejorar el rendimiento social del gasto. Debemos solicitar financiación adecuada para la universidad, pero también debemos mirar hacia adentro y preguntarnos qué es necesario cambiar, detectar los problemas y solucionarlos. Cada vez es mayor el consenso en que debe haber menos burocracia, menos intervencionismo, menos control, menos subvención, más autonomía, más evaluación externa y más financiación por resultados. Todo ello orientado a que la Universidad se relacione más con la sociedad, o corre el riesgo de volverse irrelevante, e incluso prescindible. Ahí debemos ser observadores atentos, cooperadores necesarios, socios exigentes y colaboradores leales.
Yo acostumbro a pedirle a los nuevos consejeros cuando se incorporan que transmitan, difundan y proclamen su confianza en la universidad, porque cuando lo hagan estarán forjando los pilares de la universidad con el material de más alta resistencia: el afecto. Quizá lo que más necesitan hoy las universidades: afecto y reconocimiento.
Confío en que para cuando lleguen los nuevos modelos de gobernanza a las universidades, los CS seamos ya entonces interlocutores plenos y reconocidos, con la consideración de órganos perfectamente capaces de asumir responsabilidades. Que para entonces la sociedad no juegue un papel tan menor en la universidad respecto a la academia y la administración. Que la educación superior no siga siendo vista como una institución que financian los gobiernos y controlan los profesores.
Y espero que hayamos aprendido de lo ocurrido con las televisiones, que tengamos presente que uniformizar y cambiar todas las universidades al mismo tiempo puede ser bueno, pero también puede no serlo, porque no todas salen del mismo sitio, ni quieren llegar al mismo sitio, ni pueden seguir un único camino.
Un notable ex-rector español, gallego y de Vigo dijo en cierta ocasión: “cuando alguien, desde dentro, dice que queremos normas claras, empiezo a temblar; es lo peor que le puede pasar a cualquier reforma universitaria. Está bien señalizar el camino, pero concediendo autonomía. La legislación, cuanto más leve y coercitiva, mejor”.
Recordemos también -y ya voy terminando- que las televisiones públicas, desde que la vicepresidenta del gobierno anunciaba en 2012 que dejaban de estar tuteladas y se le abría la puerta al mercado libre dieron un giro extraordinario y su dependencia del dinero público pasó del 75% de media al 90% actual en algunos casos. Extraño viaje.
Esto es lo que quería decirles hoy. Les pido disculpas cautelares por si me he excedido.
Huelva, 9 de noviembre del 2017